30 noviembre 2018

Lento despertar

Son las 6. Me despierto. Me ducho. Desayuno y me voy al trabajo. A las 7 de la mañana cojo el autobús. Va repleto de gente que va a los respectivos trabajos, a la escuela o a la universidad. Aun así nadie dice nada. No se oye nada más que el autobús y las máquinas validadoras de billetes. Por encima de nuestras cabezas aun pesa el sueño. Morfeo es un viajero más y su influencia hace que nos resulte difícil hablar o deshacer ese ambiente tranquilo y silencioso. Es mejor dejarse llevar, cada uno con sus auriculares, sus libros, el móvil o simplemente mirar por la ventana luchando por no dormirse. O, mejor, simplemente rendirse al sueño. Y es fácil caer en él. Todavía no ha amanecido. ¿Qué hago yo fuera de la cama?. 

Algunas veces entra algún personaje discordante que rompe esa tranquilidad. En otro horario puede que no fuera la persona más ruidosa, pero en ese autobús de las 7 una moderada risa puede llegar a ser molesta. Y yo pienso: ¿qué le hará tanta gracia?. Es más, ¿qué le pone de tan buen humor a esa hora de la mañana si todavía la risa debería estar durmiendo todavía?. Pero son pocas veces. Normalmente se goza de silencio y calma. Casi se podría decir que es una corta prolongación del sueño nocturno, pero más incómodo claro, pues nada puede reemplazar el placer de dormir en tu cama. 

Son casi las 8. Me bajo y me sitúo bajo los enormes edificios de oficinas. Los demás viajeros o se fueron en otro bus o siguieron hasta su destino. ¡Ánimos!, me digo. A trabajar. 

Me acabo de dar cuenta que escribir sobre esta rutina cuando el día siguiente no es laborable resulta agradable. Hago bien de no hacerlo en domingo por la noche pues sería adelantarse al tedio rutinario.